El collar: Un cuento de Mary Huber
September 26, 2011 by admin
Él esperaba a la cantante en una sala privada del hotel de moda. Era lo mejor de París—todo oro y tela roja, en arabescos esculturales. Como un París del Siglo de Oro. Un espejo enorme colgaba de la pared opuesta a la ventana. Reflejaba el lujo espléndido del cuarto. Las camelias que la cantante favorecía perfumaban al aire; él sentía la cabeza ligera. Antes de ver este cuarto, había considerado la entrevista una degradación, pero ahora…Su anticipación se intensificaba. ¿Dónde estaba ella? Asistiendo a una fiesta; no cabe duda. Algo frívolo y decadente.
Durante estas reflexiones, ella entró, tirando su chaqueta sobre el sofá antiguo mientras daba permiso a sus asistentes para retirarse. Se sentó en el sillón como si fuera trono. Su pelo oscuro y exuberante caía en olas sobre sus hombros desnudos. Su piel suave no tenía defectos, era luminosa. Brillaba desde su interior. Apoyado en su cuello blanco, como el de un cisne, había un collar de diamantes y zafiros, con el fuego frío de una estrella distante. Los ojos de ella también contenían el fuego frío que lo cautivó a él. Era diosa, musa, tentadora, terrible.
“Es un collar magnífico,” le dijo él.
“Gracias.”
Se le ocurrió una idea inefable. “¿Es un regalo?¿De su amante?”
“Un amante anterior.” Había aburrimiento en su voz. Parecía contemplar algo detrás de él. Era su reflejo en el espejo enorme. “¿Tienes alguna pregunta?”
“Ah–sí, sí,” él le murmuró. Pero no dijo más. No podía pensar en nada, aparte de su piel cálida y sus ojos fríos. Y el collar que era ambas cosas. Quería caer a sus pies, suplicarle…¿qué?¿Su amor?¿Era capaz de amar?
“¿Vas a entrevistarme o no? Tengo otras citas,” le dijo ella.
“Ah–¿Otras citas con otros amantes?” La rabia entró en su voz. El deseo y el odio se mezclaban en sus ojos.
“No seas ridículo,” su mueca desdeñosa no perdía la belleza. “No eres mi amante….Creo que será mejor si te vas.” Hizo un gesto hacia la puerta. Él estaba despedido.
Anduvo por los pasillos dorados, por las calles modernas, llenas de parisinos secos y sencillos. Anduvo por más calles, éstas viejas y vacías. Llegó al Sena, no supo cuándo. El río asqueroso cortaba esta ciudad mítica, artificial. Las olas oscuras le tentaban. Era la única opción. Levantó un pie en el puente, y el otro. Se quedó quieto por unos momentos, contemplando las olas opresoras. Después, saltó.